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domingo, 22 de mayo de 2011

Diario de a bordo...Soltero y sin hijos


Viajo en este gusano con la barriga llena de gente, la cabeza apoyada en el cristal de la ventana observando el paisaje. Me salen al paso los bosques a borbotones, con los árboles apretados, como brócolis frescos en las cajas de un supermercado.
Salí hace un rato de Friedhofweg dirección Basel. Hace un luminoso día de primavera, me recuerda a cualquier mañana andaluza de Mayo. Alrededor veo piernas encendidas por el sol, brillantes donde el hueso aprieta, los escotes tostados llenos de pecas, sombreros coquetos y gafas oscuras con la marca bien grande, no sea que no nos demos cuenta.
Frente a mí, un chico africano conversa con la musiquilla típica del dialecto alemán de Basilea con una chica asiática, ella sonríe divertida y asiente con la cabeza sin despegar sus ojos del libro abierto sobre sus piernas. Yo también llevo el mío en mi mochila, escudo protector cuando se come o viaja solo.
“Un de día”, “un de noche” dice una y otra vez un niño repelente que no puedo ver. Por suerte no hay muchos túneles. El niño grita y nos sobresalta, se ríe. La madre le increpa, no entiendo lo que dice, pero por el tono parece que está muy enfadada, el niño canturrea imitando la voz de la madre. Silencio.
“Un de día” “un de noche”. La chica asiática levanta los ojos de su libro, me mira y resopla. No hay nada como la complicidad de un extraño en situaciones adversas.
Niños mal educados hay en todo el mundo. Recuerdo una vez que un niño de cuatro o cinco años nos salpicó agua a una amiga y a mí mientras torpemente entrábamos en el mar, mi buena amiga le dijo con tacto para no traumatizarlo:” por favor, al entrar en el agua no hay que salpicar”. El niño la mandó directamente a la mierda con todas las letras y con tal desdén que jamás olvidaré aquel gesto de adulto malcarado, ni la cara de sorpresa de mi compañera.
Sigo mi trayecto en el tren con la imaginación puesta en mi tierra, algo que siempre me reconforta, pese a que el pequeño monstruo vuelve a canturrear por molestar, entre mis muchos pensamientos me asaltan imágenes concretas: la sosegada belleza de las embarazadas, con la mano descuidada apoyada sobre su barriga, o la ternura de esa madre que con los ojos cerrados besa la frente de su desconsolado hijo cuando ha tenido una caída fortuita, herido solo por el susto, o también el suspiro de una madre, cuando escucha de madrugada abrirse la puerta de la calle y es el hijo que vuelve, entonces ya puede dormir tranquila… ese cariño puro e incondicional quizás me lleve a pensar que si, que es verdad, que quizás ser padre tenga su propio sistema de compensación, que parece que les compensa, vaya si les compensa.
De todos modos tengo que confesar que nunca he tenido eso que se suele llamar “instinto paternal”. Aunque para mí lo más importante en este mundo sean mis cuatro sobrinos por delante de mi pareja, mi casa o mi colección de CD´s de Barbra Streisand.

J.A. Pellisso